A principio del siglo XVII, la Iglesia había privado a los musulmanes de la práctica abierta del Islam, pero no pudo convencerles de la validez de la religión oficial. El resultado de trescientos años de persecución continua fue un amargo antagonismo entre los cristianos viejos y los moriscos. Los cristianos viejos despreciaban a los moriscos y les veían como herejes obstinados y ciudadanos avariciosos de segunda clase que merecían los malos tratos que sufrían y no tenían derecho a ser protegidos por la ley.
Las malas relaciones entre los católicos y los moriscos habían llegado a tal extremo, que Felipe II se vio obligado a considerar seriamente qué debía hacerse con los moriscos. Era evidente que los violentos métodos utilizados por la Inquisición habían dejado de servir para algo más que una muestra exterior de conformidad por parte de los moriscos que no habían muerto. Parecía que el único remedio residía en ponerles de rodillas por el uso de una fuerza aún mayor y las propuestas más razonables que habían hecho unas pocas voces aisladas en el pasado, estaban claramente desechadas.
La primera de estas proposiciones había sido la de que los moriscos fuesen obligados a casarse con cristianos viejos, hasta quedar absorbidos dentro de la población general de España. Tales matrimonios, que habían sucedido libre y espontáneamente cuando los musulmanes llegaron a España, fueron descartados. No sólo eran ilegales, de acuerdo con la ley del país, sino que además eran completamente contrarios a la doctrina de la "limpieza de sangre" que estaba marcada indeleblemente en los corazones de muchos cristianos de la época.
La segunda era más liberal aún y, por lo tanto, rechazada con más vehemencia. Se sugería que se les permitiera a los moriscos vivir como quisieran y seguir el camino del Islam si lo deseaban. De esta forma, se les podría atraer a la religión oficial poco a poco y convertirles al catolicismo romano sin derramamiento de sangre. Los inquisidores se aseguraron de que tal propuesta fuera desestimada.
El Papa no lo permitiría ya que ello equivaldría al reconocimiento de la libertad de conciencia prohibida por los cánones de la Iglesia. Semejante idea era una "herejía protestante", totalmente inaceptable para la Iglesia católica romana.
Las otras propuestas hechas a Felipe II eran, al igual que las tradiciones establecidas por la Iglesia, mucho más violentas. Se sugirió que se reconsiderase la propuesta hecha por el Duque de Alba en 1581 de poner a los moriscos en embarcaciones y abandonarlos en alta mar. Esta proposición, junto con la de Martín de Salvatierra, obispo de Segorbe, el cual había sugerido en 1587 que los moriscos fueran expulsados como lo habían sido anteriormente los judíos, en un principio fueron rechazadas debido a la presión ejercida por los señores nobles de los moriscos.
La propuesta de expulsión, sin embargo, ganó cada vez más adeptos, especialmente entre los eclesiásticos, y en 1590 se sugería de nuevo seriamente que el Rey procediese contra los moriscos sin excepción, sin perdonar a ninguno. Había que matarlos, exilarlos para siempre o ponerlos en galeras de por vida. El Arzobispo Ribera sugirió que se esclavizara a todos los varones, enviándoles a las minas de las Indias.
De esta forma quedaba abierta la preparación de la expulsión y el genocidio de los moriscos y lo único que faltaba era la sanción pública de la Iglesia.
A pesar de ser tan feroces e inhumanos, estos proyectos no turbaron la conciencia de nadie. Había bastantes teólogos y eruditos que estaban deseosos de asegurar que estas propuestas para la eliminación final de los musulmanes de Al-Andalus, estaban dentro de los límites de la ley canónica. Eran herejes que habían renegado de su bautismo, por lo tanto, merecían morir. Su "culpa" era tan evidente, que para condenarles no eran necesarios ni pruebas formales ni juicio. Una sentencia de muerte común para todos ellos sería un servicio a Dios.
Fray Bleda aceptó las sugerencias como acordes con las enseñanzas de la Iglesia católica romana. Publicó unas "irrefutables" autoridades eclesiásticas en las que mostraba que el Rey podía ordenar que los moriscos andaluces fueran vendidos como esclavos o matados de una vez, si así lo deseaba. El mismo Bleda era partidario de la matanza con preferencia a la expulsión. Sus escritos y puntos de vista fueron universalmente aprobados por la Iglesia oficial de España y el Rey pagó todos los gastos de imprenta de su obra.
Los argumentos esgrimidos por Fray Bleda en favor de la masacre de los moriscos o la expulsión masiva, fueron estudiados detenidamente por el Papa Clemente III, que declaró que estaban libres de todo error. La sanción final y la aprobación por parte de la Iglesia de la eliminación de los musulmanes que quedasen en Andalucía, estaba dada.
Felipe III ascendió al trono, pero por aquel entonces su actuación se reducía a la de un mero comparsa. El Duque de Lerma, Marqués de Denia, se convirtió prácticamente en el gobernador de toda España; se sabe que el 2 de febrero de 1599 éste expresó la opinión de que todos los moriscos comprendidos entre las edades de 15 a 60 años merecían morir.
En 1602 se publicó inmediatamente un decreto por el cual se concedía a los moriscos un mes de plazo para vender sus propiedades y abandonar el país. El edicto de expulsión se publicó el 22 de septiembre de 1609. Comenzaba con la acostumbrada letanía de la "traicionera correspondencia" de los moriscos con los enemigos de España y de la necesidad de aplacar a Dios, -al Papa, en otras palabras- por las "herejías" de aquellos.
En el plazo de los tres días siguientes al de la publicación del edicto, todos los moriscos de ambos sexos, con sus hijos deberían partir de las diferentes ciudades y pueblos para embarcarse en los puertos designados por un comisario. Podían llevarse cuantas posesiones pudieran cargar a la espalda. Encontrarían barcos preparados para conducirles a Berbería y se les alimentaría durante el viaje, aunque debían llevar consigo cuantas provisiones pudieran. En esos tres días debían permanecer en sus lugares de residencia, esperando las órdenes del comisario y pasados los tres días, quienquiera que fuese encontrado fuera de su vivienda podría ser robado por el primero que llegase y entregado a los magistrados, o ser asesinado en caso de ofrecer resistencia. Como veremos, esta última previsión fue interpretada por muchos cristianos viejos como una autorización para robar y matar a los moriscos que se marchaban.
Toda hacienda real y toda propiedad personal que los moriscos no pudieran llevarse consigo, pasaría a propiedad de sus señores. A quien escondiese o enterrase sus posesiones, o prendiera fuego a las casas o cosechas, se le mataría junto con los demás habitantes del lugar.
Había previsiones específicas en lo que se refería a los niños de los moriscos. Los niños menores de cuatro años que quisieran quedarse podían hacerlo, con el consentimiento de sus padres o tutores. Los niños menores de seis años cuyos padres fuesen cristianos viejos, podían quedarse al igual que sus madres moriscas. Si el padre era un morisco y la madre cristiana vieja, tenían que irse y los niños menores de seis años debían quedarse con la madre.
Cuando los nobles oyeron que se había publicado el decreto de expulsión, elevaron sus protestas, pero éstas no sirvieron para contrarrestar la influencia de la Inquisición. La expulsión era el último eslabón en la creación de una sociedad cerrada. En sí mismo, era parte del proceso adelantado inexorablemente por el Santo Oficio y por los mecanismos del gobierno castellano. Cada etapa del problema morisco fue controlada y dirigida por la Inquisición, que con su colaboración hizo posible la expulsión. Dentro de Valencia fueron los clérigos quienes favorecieron la expulsión y los nobles los que se opusieron:
A pesar de las compensaciones previstas en el decreto de 1609, los nobles fueron a asegurarle al rey y al duque de Lerma que Valencia quedaría completamente arruinada si se expulsaba a los moriscos ya que ellos eran quienes realizaban todo el trabajo.
La expulsión se llevó a cabo en breve espacio de tiempo y, aunque hubo muy poca o ninguna resistencia por parte de los moriscos, no tuvo lugar tan pacíficamente como lo garantizaban los términos del decreto: Era imposible refrenar la ambición de los cristianos viejos, que estaban acostumbrados a considerar a los moriscos como seres desprovistos de derechos. Salían en bandas, robando y con frecuencia matando a quienes encontraban en su camino.. Para detener esto, se publicó un edicto real el 26 de septiembre, ordenando que se mantuviera la seguridad de las carreteras, en las proximidades de pueblos y ciudades. Esto demostró ser ineficaz y el 3 de octubre y posteriormente el día 6, el Virrey contó al Rey que los robos y asesinatos continuaban, aumentando la ansiedad más que la producida por la deportación de los moriscos.
Tres días después de la publicación del edicto, estos robos y asesinatos fueron pasados por alto por las autoridades, debido a la cláusula que afirmaba que cualquiera que saliera de su morada pasados tres días, podía ser robado por cualquiera que le encontrase y conducido a las autoridades, o ser muerto, caso de que ofreciera resistencia.
Pasados tres meses del decreto, se produjo una revuelta, a pesar de su absoluta falta de armas y se refugiaron en las montañas. La rebelión fue sofocada con sumo cuidado, del mismo modo que habían sido otras en el pasado, de acuerdo al mismo patrón que el empleado en los bautizos masivos de los mudéjares un siglo antes. En la Sierra del Agua murieron luchando 3.000 moriscos. En la Muela de Cortes, se rindieron 9.000 moriscos bajo la promesa de un salvoconducto. Sin embargo, 6.000 de ellos murieron allí mísmo y los restantes supervivientes, en su mayoría niños y mujeres fueron conducidos a los puertos.
Como el trato hacia los moriscos empeoraba, especialmente como resultado de la matanza de los que se resistieron, muchos niños quedaron huérfanos, por lo que fueron vendidos o robados, porque se aproximaba el otoño y empezaba a escasear la comida:
Tras la expulsión de los moriscos, como prometió Felipe III, se llevó a cabo una expedición para asegurarse de que no quedaba un solo morisco en el reino y para echar a los que se habían escondido. La última zona que se purgó de moriscos fue la del sur de Murcia, que no se limpió definitivamente hasta los primeros meses de 1614. A partir de entonces, la promesa de Felipe III se convirtió en una realidad.
No se sabe cuántos moriscos fueron expulsados. Los cálculos fluctúan entre 600.000 y 3.000.000. El hecho es, en cualquier caso, que los musulmanes estaban en Al-Andalus y todos ellos desaparecieron.
La historia recuerda muchas vicisitudes, pero pocas tan completas como ésta. El Cardenal Richelieu describió este hecho como el más furioso y bárbaro registrado en los anales de la humanidad.
La meta de la Iglesia, que había sido la de eliminar a todo aquel que afirmara y adorase la Unidad Divina y que rechazara la religión oficial en Europa, se había conseguido de esta forma. El proceso de eliminación había comenzado con la represión de los cátaros paulicianos de Francia e Italia y la conquista del norte de Al-Andalus; había continuado con el traidor derrocamiento del Reino de Granada y con la expulsión llegaba a su conclusión inevitable y lógica. Ya no había Islam en Al-Andalus. Solo quedaban las obras hechas por las manos de los musulmanes que habían vivido allí como un recuerdo de los que se habían ido para los que vendrían después. Muchas de estas obras aún conservan grabadas o esculpidas en ellas la inscripción árabe:
La ghaliba il-la Allah
(No hay victorioso excepto Allah)